Toda gran fiesta lleva consigo el conocimiento de que al acabar producirá una resaca capaz de dejar fuera de combate durante un día a quienes la hayan disfrutado. Supongo que todo el mundo ha vivido esa experiencia de llegar a casa con la luz del amanecer, echar las persianas y caer rendido sobre el colchón (o un sofá) sin ganas de escuchar una mosca mientras la cabeza sigue haciendo peligrosas eses que pueden empujar a visitar al váter (si es que se llega). Y es que después de todo subidón llega el bajonazo. Bajo esa máxima parece haber creado el director Damien Chazelle esta carta de amor envenenado hacia la Ciudad de las Estrellas.
No hay cosa que guste más a Hollywood que hablar sobre sí mismo y celebrarse como gran industria de sueños. Los que amamos el cine tenemos ese rincón de Los Ángeles como el Monte del Olimpo del Séptimo Arte, donde viven y se codean las deidades que veneramos. Como llegan a decir en “El Show de Truman”, aceptamos la realidad tal y como se nos presenta. Así, cuando nos acercamos al cine nos dejamos engullir por lo que aparece en la gran sabana blanca y creemos cuanto vemos. Pero todo es una ilusión. El cine nació como una atracción de feria. Una mentira. La mayor y más bella de todas para los espectadores, mientras que para los que las fabrican puede significar un infierno.
Ambientada a finales de los 20 y primeros de los 30, “Babylon” relata la transición que se vivió del cine mudo al sonoro. Corría el año 1927 cuando Hollywood vivió una de sus primera grandes revoluciones que provocaron un cambio de paradigma a la hora de hacer películas. Llegó el sonoro con “El Cantor del Jazz”. Y con ella se implantaron nuevos modelos de trabajo, que incluían a técnicos de sonido, aislamiento de sistemas de grabación y nueva adaptación interpretativa para los actores, que debían vocalizar y no resultar tan exagerados a como estaban acostumbrados a la hora de transmitir sentimientos en el formato mudo. Además de ello, en 1930, se creó la conocida Asociación de Productores Cinematográficos de Estados Unidos que tenía en William H. Hays a uno de sus mayores artífices, creando mediante ella un código moral que debían seguir todas las producciones de Hollywood si querían tener luz verde.
Para crear la película, el director de “La La Land” reconoce haberse influenciado por el incendiario “Hollywood Babilonia” de Kenneth Anger. Esa bomba de relojería que relataba los excesos de las estrellas llegó a ser prohibida e incluso acusado de difamatoria (muchas de las anécdotas que se contaban eran inventadas), pero no distaba de una realidad que existió. Hollywood era una fiesta. Un circo donde los artistas y tramoyistas campaban a sus anchas empalmando rodajes con fiestas salvajes hasta el amanecer. Era el paraíso del desenfreno, el país del pecado, la cuna del vicio. Ese panorama es descrito en el film mediante cuatro personajes principales como son Nellie LaRoy, quien aspira a convertirse en una gran estrella de la pantalla; Jack Conrad, estrella consolidada y galán; Sidney Palmer, trompetista de Jazz que toca en fiestas y rodajes; y Manny Torres, mexicano que trabaja como chico de los recados en fiestas donde asisten celebridades del mundo del cine. Mediante ellos, Chazelle relata la consabida historia de auge y caída dentro de un sistema que siempre ha buscado avanzar al ritmo de los tiempos sin importarle sacrificar a nadie.
La película transmite la idea de Hollywood como fabrica de estrellas a las que se les permite brillar hasta que interese a los mandamases. Mientras con Jack Conrad la cinta habla del ocaso de una estrella describiéndolo con la llegada del sonoro como ese modelo de actor caduco y prescindible, a través de Nellie LaRoy se describirá la historia de una chica que entra por la puerta grande del cine pero a la que sus adicciones y comportamiento hacen que la industria vuelva a cerrárselas. Sidney vive también su particular historia de ascenso como músico de orquesta a protagonista de cintas musicales en donde acabará por sufrir un acto insultante mediante un bote de carbón. Manny es el nexo de unión entre todos ellos, pasando de ser un chico de los recados a persona de confianza de Conrad, amigo de Sidney y fiel enamorado de Nellie. A través de sus ojos se nos describirá la historia.
En gran plano general, “Babylon” me ha gustado. Creo que transmite muy bien ese Imperio en continua transformación donde campan personajes que buscan pertenecer al firmamento pero acaban estrellándose, ya sea por sus propios errores (Nellie) o por la imposición de los nuevos tiempos (Conrad). En plano general, la película adolece de un largo metraje que debería haber estado más equilibrado. Nunca aburre pero posee altibajos narrativos, en especial cuando pasamos a ese segundo acto tras el día de rodaje. No ayuda empezar tan arriba con una fiesta desatada y escatológica a la que prosigue una jornada de rodaje frenética (la mejor secuencia del film para mi gusto). En plano americano, existen situaciones sobre las que el director se deleita demasiado o momentos que, directamente, inflan una trama que parece no dar más de sí. Por ejemplo, la dantesca escena protagonizada por un escalofriante Tobey Maguire me resulta una línea descriptiva más del depravado mundo oculto que existe en las colinas holywoodienses pero que si no hubiese aparecido no me hubiera importado. En plano medio, el nexo de unión entre todos los personajes, Manny, me parece que palidece y no logro conectar con él del mismo modo que con el resto. Quizás me falta más malicia y ambición por su parte (cuando Nellie se presenta en su casa hubiera sido un buen momento para darle un giro de oscuridad), claro que también entiendo el que Chazelle quiera utilizarlo como el ser inocente que sirva como guía. En primer plano, las intenciones de homenajear un Hollywood extinto y olvidado resultan nobles pero no novedosas. Tal vez, consciente de ello, Chazelle hace un ejercicio de metalenguaje al final de la cinta incluyendo la película más famosa y que mejor ha hablado de la transición del mudo al sonoro. Dicha decisión se puede entender como un juego tramposo en que los fieles a las salas acabemos con los ojos empañados al ver el poder que ha tenido el Séptimo Arte en nuestra vida, pero también expone la capacidad de adaptación de un medio a las exigencias del progreso, dejando a su paso infinidad de cadáveres.
Tras “La La Land”, Damien Chazelle pareció consolidarse como el nuevo niño bonito de la industria, y creo que dicho título se le pudo subir. Sucede de costumbre, recibir parabienes tan joven es peligroso y pueden remar en contra. Con “Fisrt Man” ya hubo señales de ello. Para nada es una película menor, pero el éxito que se esperaba no se produjo. Con su retrato del Hollywood de los años 20 y 30 ha vuelto a suceder de manera más pronunciada, resultando uno de los mayores fracasos financieros del año. Ni su nombre ni el de sus estrellas han logrado llevar al público a las salas como se esperaba. Y para sentenciar su fracaso la Academia que lo abrazó (a pesar de la jugarreta de Mejor Película para “Moonlight”) le ha otorgado solamente tres candidaturas menores. Personalmente creo que ello puede jugar a su favor en años venideros aunque ahora Chazelle se encuentre con más dificultades para levantar futuros proyectos.
El joven director sabe lo que quiere a la hora de narrar una historia y cuida la manera de hacerlo. A pesar de sus fallos, “Babylon” desprende muy buen cine en gran parte de su metraje, con un gran dominio de la puesta en escena en que el director demuestra el uso del travelling que nos adentre en esa atmósfera de música y jolgorio. Su primera hora logra el objetivo de enganchar y transportar al espectador a esa fiesta sin freno y a unos rodajes que se efectuaban en el desierto con pequeños escenarios transportables e infinidad de extras. Es toda una oda a Hollywood. Unas grandes set pieces que, por desgracia, no logran encontrar su igual en las dos horas restantes, con la salvedad del primer rodaje con sistema sonoro que protagoniza Nellie, una escena brillante en que se expone la desesperación para lograr una toma. No digo con ello que la cinta aburra, pero si que produzca algo de ansiedad por volver a experimentar en la historia una sensación de borrachera audiovisual y la decepción lógica de no hacerlo.
A nivel técnico no se le puede poner pega alguna. El diseño de producción está cuidado al detalle, así como la fotografía de Linus Sandgren y, sobre todo, la fabulosa Banda Sonora de Justin Hurwitz, quien se demuestra, de nuevo, como el verdadero aliado de Chazelle a la hora de transportar y transmitir la fiesta, desenfreno y desolación que acontece en la gran pantalla.
En cuento al reparto me quedo con dos nombres: Margot Robbie y Brad Pitt. La actriz que deslumbró en “El Lobo de Wall Street” se ha acabado convirtiendo en una de las personalidades más conocidas en el actual panorama hollywoodiense a pesar de que las mayoría de producciones en que ha participado en los últimos años no hayan logrado funcionar (además de “Babylon” ha protagonizado el otro gran fracaso económico del año, “Amsterdam”). Dejando de lado su rendimiento económico, a nivel artístico la actriz se vuelca en todo lo que hace y como Nellie LaRoy deslumbra como nunca dando vida a un auténtico volcán en erupción, capaz de ofrecer el mejor rendimiento interpretativo cuando una cámara la enfoca (esas lágrimas) como la parte más loca y desmelenada en las fiestas (enorme su “pelea” con la serpiente). Robbie personifica a ese personaje caído en desgracia debido a sus adicciones y a no aceptar las ordenes de quienes rigen el funcionamiento de los estudios. La conducta moral que se implanta no acepta a chicas salvajes como ella. Por otro lado está Brad Pitt dando vida a un actor en la línea de John Gilbert y Douglas Fairbanks, un gran galán del cine mudo que vive su particular Crepúsculo (de los Dioses) con la llegada de un sistema en que no se le quiere (desoladora su escena cuando visita de incógnito un cine en que se proyecta su película sonora). El protagonista de “Leyendas de Pasión”, al igual que el personaje que interpreta, parece estar viviendo el ocaso de su carrera, al menos en lo que se refiere a su etapa de galán, ya que sus últimos proyectos han resultado interesantes y se está convirtiendo en un actor más circunspecto de lo esperado (“Ad Astra”). Como Jack Conrad, Pitt está modélico y, sobre todo, carismático, transmitiendo esa seguridad que da la consolidación en la industria a la vez que esa melancolía por los tiempos pasados. De las mejores escenas que pueblan el film se encuentra esa conversación que mantiene con la cronista que parece personificar a Hedda Hopper a la que da vida Jean Smart, cuando habla del funcionamiento de Hollywood y cómo él debe aceptar los cambios sin olvidar que pasará a la historia de los grandes de la pantalla. Esta es la tercera película en la que participan Robbie y Pitt, pero la primera en que comparten, brevemente, pantalla. Ambos ya participaron en otra carta de amor a Hollywood como es “Érase una vez en Hollywood”, en la cual también hay una escena con el personaje de Robbie asistiendo a un cine para ver una película protagonizada por ella.
El resto del reparto lo componen un ajustado Diego Calva como Manny, quien vivirá su particular historia de ascenso y despedida en la industria; Jovan Adepo como el trompetista Sidney Palmer y la participación secundaria de Olivia Wilde como esposa de Conrad; Eric Roberts como padre de Nellie; Li Jun Li como Lady Fay, la diseñadora de cartelas que sufre también los cambios que traen el progreso; Lukas Haas como asistente de Conrad; Max Minghella es Irving Thalberg, el flamante productor de cine que levantó la industria; Tobey Magruire es una figura de los bajos fondos, una especie de gangster con ideas para películas.
La revolución que sufrió Hollywod al final de los años 20 parece estar viviéndose ahora con la convivencia entre las grandes salas y los servicios streamings para los cuales la Industria también realiza películas. Los cambios han sido una constante en cualquier medio, pero especialmente en el cine se han vivido muchos durante poco más de cien años. Al sonoro le siguió el color y los cambios de formato de pantalla, así como las continuas censuras conservadoras. Luego la competencia con la televisión y la revolución del video doméstico. Los videojuegos, Youtube, Tik Tok, las plataformas… el entretenimiento audiovisual está cambiando, y la gran pantalla debe seguir buscando nuevas maneras de actualizarse y atraer al público. Del mismo modo, parece quedar claro que Chazelle se retrata a sí mismo a través de sus personajes, casi siempre obsesionados por alcanzar un sueño que idealizan sin imaginar la capacidad de destrucción que puede conllevar alcanzarlo. Nellie es elogiada y celebrada cuando aparece en la pantalla como le pasó al director cuando presentó su “Whiplash” pero poco a poco pasa a ser rechazada y cuestionada en un sistema más encorsetado (inolvidable su vómito al más puro estilo “Cuenta Conmigo” o “El Exorcista” en la fiesta de sociedad) que no acepta “conductas inapropiadas”. Y es que la cinta también habla, de manera más velada, de la cultura de la cancelación (el moral código Hays) que parece volvemos a vivir hoy en muchas figuras públicas. Es posible que con “Babylon” Chazelle haya realizado su particular “La Puerta del Cielo” y sólo dentro de un tiempo se sepa apreciar la cantidad de valores que ha escondido en ella.
Como nota aparte decir que uno de los regalos navideños que recibí fue la novela gráfica “Fatty”, de Nadar y Julien Frey, en que se relata la vida de Roscoe Arbuckle, contemporáneo de Chaplin y descubridor de Buster Keaton que se convirtió en el primer actor en cobrar un millón de dólares y en protagonizar el primer gran escándalo debido a la moralina imperante. Ha sido muy interesante y complementario ver la cinta de Chazelle poco después de leer la estupenda obra gráfica, pues al principio describe el episodio por el que el actor fue (desgracadamente) famoso.
Desmesurada, escatológica, excesiva, divertida, trágica, épica. “Babylon” es, sin duda, la cinta más ambiciosa de un director que, quizás, se ha creído por encima de sus posibilidades. A pesar de sus defectos, acaba siendo una fiesta que da pie a una resaca en donde se describe cómo el sonido acabó silenciando a muchos cineastas.