Sully, de Clint Eastwood

El biopic ha sido un género que siempre ha interesado a Clint Eastwood. Desde que realizase “Bird”, sobre la figura de Charlie Parker, su obra ha estado compuesta por retratos de celebres personajes, tal es el caso, por ejemplo, de Nelson Mandela, J. Edgar Hoover o John Houston (en “Cazador Blanco, Corazón Negro”). El director de “Sin Perdón” ha logrado obras interesantes que reflexionaban sobre diferentes personalidades, bordeando los claroscuros que los envolvían. En 2016 abordó al extraordinario hecho acontecido en Enero de 2009 en el río Hudson, sobre el que un avión de pasajeros realizó un amerizaje de emergencia. El responsable fue el capitán de la nave, Chesley Sullenberger, más conocido como “Sully”.

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Los Asesinos de la Luna (Killers of the Flower Moon), de Martin Scorsese

Que Estados Unidos se forjó sobre la sangre de quienes habitaban sus tierras es algo ya conocido. Los clásicos relatos de indios y vaqueros que ayudaban a engrandecer la leyenda de la conquista del Oeste no eran sino un ensalzamiento a los colonos recién llegados que soñaban con hacerse con la riqueza de la tierra. Como bien dicen en “El Hombre que mató a Liberty Valance”, si debes elegir entre la leyenda y la verdad elige la leyenda. Pues con la Historia ha pasado lo mismo, se han idealizado civilizaciones y personas que no eran tan heroicos cómo los pintaban. Cito la obra del maestro John Ford porque fue uno de los directores de películas que más explotaron esa lucha entre blancos y pieles rojas, algunas de ellas con el tono propagandístico de la época en que se realizaron, aunque con obras en su haber que también criticaron el racismo predominante en dichas producciones (“El Sargento Negro”). En los 70, con la explosión del Nuevo Hollywood existieron voces que trataron de denunciar el expolio del pueblo nativo americano, como por ejemplo “Soldado Azul” de Ralph Nelson o “Pequeño Gran Hombre” de Arthur Penn, además del famoso episodio en los Oscar en que Marlon Brando mandó a una activista de los derechos del pueblo indio para recoger su premio y, de paso, denunciar el daño causado hacia el mismo. Ya con los años se ha ido haciendo un poco de autocrítica aplicando el tan consabido y actual revisionismo histórico, demostrando en este aspecto que los nativos americanos ni eran más sanguinarios ni más crueles que los invasores que buscaban arrebatarles sus tierras. En estas, el periodista David Grann, autor de “Z, la Ciudad Pérdida”, realizó una trabajo de investigación sobre los crímenes acontecidos sobre el pueblo Osage en Oklahoma a principios del S. XX. Tras sufrir dos expulsiones de sus tierras, la tribu se encontró en la árida y desértica Oklahoma sin más esperanza que la de intentar vivir en paz. Un golpe de suerte quiso convertirlos en la tribu más rica del país gracias al petroleo que encontraron y que los convirtió en la diana de aquellos que pensaban que habían sido bendecidos injustamente y no eran dignos de dicha fortuna. Comenzaron entonces una serie de asesinatos que buscaban robarles todo privilegio sobre las tierras y que pasaran a manos de los blancos que habían conseguido adentrarse dentro de las familias por medio del matrimonio. Todo esto es narrado por Grann mediante un estilo objetivo en que narra, además, la creación del FBI y cómo fueron desenmascarándose los artífices del sangriento complot.
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El Último Samurái (The Last Samurai), de Edward Zwick

El cine épico histórico o de batallas volvió a alcanzar gran popularidad en Hollywood a mitad de los 90 y principio de los 2000 con títulos como “Braveheart”, “Gladiator”, “Troya”, la Saga de “El Señor de los Anillos”, “Alejandro Magno” o “300”, la cual bien podría marcar el ocaso de dicha fama. Entre ellas, ocupa un lugar de relevancia la producción que levantase Tom Cruise sobre los últimos días de los samuráis.
Para diseñar la historia del film se tomaron como referencia a los personajes de Takamori Saigo, líder de la Rebelión Satsuma que pondría fin a la participación de los samuráis tanto en la vida política como militar de Japón, y a Frederick Townsed Ward, mercenario norteamericano encargado de adiestrar y modernizar al ejercito japonés a mediados del S. XIX. El precursor del proyecto fue Vincent Ward, quien tanteó a Francis Ford Coppola o Peter Weir para que se encargasen de dirigirlo. Ante la negativa de los mismos fue el director Edward Zwick quien acabaría interesándose y encargándose del proyecto. El tratamiento de la historia fue labor de John Logan, quien ya había demostrado notorias dotes para crear una historia épica ambientada en periodos históricos en el oscarizado peplum de Ridley Scott. El último empujón para hacer avanzar al proyecto lo dio su estrella protagonista, Tom Cruise, quien eligió ésta por encima de “Cold Mountain” al sentirse más atraído por la cultura japonesa. El rodaje se desarrolló en gran parte en Nueva Zelanda en una época en que el país ofrecía ventajosas posibilidades económicas para atraer los rodajes (buena muestra de ello es la Trilogía de Peter Jackson). También se eligió el país por las similitudes entre el monte Taranaki con el Monte Fuji y por los verdes paisajes que ofrecía la región.
El reparto se completó con interpretes japoneses, y para realizarla, tanto Zwick como Cruise se preocuparon en trasladar fielmente la cultura japonesa, documentándose mediante la lectura de obras como visionando películas de autores japoneses, con Kurosawa a la cabeza.

Nathan Algren es un capitán del ejercito norteamericano que luchó junto al General Custer en la batalla de Gettysburg y participó en las matanzas contra el pueblo indio. Su fama en dichas contiendas le hace ser elegido por un importante empresario japonés para que modernice al ejercito de Japón y ponga fin a la rebelión de los samuráis liderada por Katsumoto que impiden el desarrollo del progreso en el País. Tras una batalla, Algren cae prisionero de Katsumoto, con quien mantendrá conversaciones y aprenderá un estilo de vida que lo hará ver el conflicto desde otra perspectiva.

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Oppenheimer, de Christopher Nolan

“Me he convertido en Muerte, el Destructor de Mundos.”

En 2020 el mundo recibió una de esas sacudidas que pasarán a los anales de la Historia. Se paralizó a raíz de un virus que parecía nacido de cualquier película de espías o ciencia-ficción. Dentro de ese panorama, el mundo del cine vivió una crisis que obligó a los estudios a replantearse sus estrategias de difusión, encontrando en las emergentes plataformas el campo donde lanzar varias de sus producciones y aplazando otros potentes estrenos. Sin embargo hubo uno que se aplazó lo mínimo posible por la insistencia de su creador. “Tenet” se auguraba como el gran estreno que haría un llamamiento para regresar a las salas a una sociedad que aún seguía sumida en restricciones sanitarias y geográficas. Fue una apuesta personal de Christopher Nolan por demostrar que era necesario (¿pero seguro?) volver a disfrutar de una película en pantalla grande en compañía de muchas personas. La apuesta la salió regular. Aunque logró una más que correcta recaudación a nivel mundial, bajo mi punto de vista demostró ser temerario (y un poco arrogante) al confiar en la tranquilidad con que la gente podía asistir a una sala de cine aglomerada. Además de esto, sus relaciones con la productora que había confiado ciegamente en él, Warner, se enfriaron hasta el punto de entrar en una cierta trifulca cuando criticó duramente su decisión de lanzar películas programadas para su estreno en cine a su servicio de streaming HBOMax (descrita por Nolan como el peor servicio streaming, ahí, mordiendo la mano de quien te da de comer). El cine ante todo es un negocio, y aunque entiendo que a un cineasta le moleste que maltraten su obra lanzándola para verla en pantallas que distan de la experiencia cinematográfica, también debe aceptar la realidad de los tiempos. ¿Debería haber retrasado el estreno de su thriller inversivo? No hubiese sido una mala decisión con lo que estaba cayendo, pero también entiendo su pensamiento de tratar de ofrecer esperanza regalando la posibilidad de volver a las salas con una película que, bajo mi punto de vista, no era para tanto bombo. Lo malo fue los rifirrafes con una empresa que, por mal que estuviese (la junta directiva estaba cambiando, al igual que su modelo de negocio), siempre había confiado en él y le había dado todo lo que pedía (estreno pandémico inclusive). Y en esas que se planteó el marcharse con su próximo proyecto a otro hogar, uno que le concediese todas sus demandas a nivel de producción y distribución, acabando en Universal, quien le prometió 100 días de exhibición en salas antes de poder lanzarla en servicios Streaming. ¿El proyecto? Pues precisamente nació durante la realización de “Tenet”, en la cual se cita al que sería el protagonista, J. Robert Oppenheimer. Y todo gracias a un libro que le regaló Robert Pattinson, donde se recogían declaraciones del padre de la Bomba Atómica. Así, basándose además en la biografía “Prometeo Americano” escrita por Kai Bird y Martin Sherwin, el director se adentra por primera vez en el terreno del biopic sin renunciar a sus señas características, ofreciendo un relato descorazonador y muy acorde a los tiempos que corren.

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Los Tres Mosqueteros: D´Artagnan (Les Trois Mousquetaires: D´Artagnan), de Martin Bourboulon

D´Artagnan, un joven gascón, se dirige a Paris con el objetivo de formar parte de los Mosqueteros del Rey. En su camino tratará de impedir el secuestro de una mujer, descubriendo, inesperadamente, una trama de conspiración contra la Reina que desembocaría en guerra con Inglaterra. Para impedir que ésta se lleve a cabo contará con la ayuda de tres nuevos amigos, los mosqueteros Athos, Porthos y Aramis.

No deja de resultar curioso que la obra de Alejandro Dumas haya sido en la mayoría de los casos exportada audiovisualmente por producciones de idioma británico. “Sacré Bleu”. A saber si el escritor se lo acabaría tomando con la sorna característica de muchos de sus personajes o si por el contrario se enfurecería y le darían ganas de quemar medio Hollywood. Lo cierto es que los grandes relatos son aquellos que traspasan su región de origen y alcanzan a todo el mundo, acabando por pertenecer más al público que al cerebro que los creó, y en el imaginario popular la obra del francés (con “El Conde de Montecristo” y “Los Tres Mosqueteros” como máximos exponentes) viven en la mente de muchas personas mediante los rostros de Richard Chamberlain, Michael York, Lana Turner, Gene Kelly, Oliver Reed, Raquel Welch, Gerard Depardieu, Van Heflin, Rebecca de Mornay, Kiefer Sutherland, Matthew McFayden….
La historia del joven que anhela ser mosquetero y entabla amistad con tres grandes espadachines, además de vividores, mientras planta cara a las fuerzas del Cardenal Richelieu es una de las más conocidas del imaginario popular y todo un clásico de la novela de capa y espada (el más famoso casi se podría asegurar). El escritor, con la ayuda de su “ayudante” Auguste Maquet (quien según estudios fue quién encontró el manuscrito “Memorias de d´Artagnan”), creó una novela folletinesca de la misma manera que se siguen creando hoy las historias y las películas, adaptando los hechos a su conveniencia. Por ejemplo, Richelieu pasó de ser un brillante estratega y hombre de política a un villano que buscaba hacer la vida imposible a los protagonistas que se entrometían en sus planes por alcanzar el poder. La novela, que conocería dos secuelas (“Veinte años después” y “El Vizconde de Bragelone”, que pasaría a conocerse también como “El Hombre de la Máscara de Hierro” en producciones cinematográficas), ensalza el valor de la amistad mediante unos personajes alegres, que disfrutan tanto de beber como de luchar, y que tienen un firme código de honor para con los suyos. Por supuesto, el amor será fundamental, siendo los personajes de Constance Bonacieux y, especialmente, Milady de Winter quienes piloten alrededor de los protagonistas y hagan avanzar la acción.
El cine, desde casi su nacimiento, se ha fijado en la obra de Dumas para crear cintas de aventuras en donde se diese rienda suelta a las acrobacias de los actores que daban vida a D´Artagnan. Así, los dos máximos representantes del gascón los podemos encontrar en el espadachín y seductor del cine mudo Douglas Fairbanks y en el encantador bailarín Gene Kelly. Es la cinta que protagonizase el segundo, dirigida por George Sidney, la que mejor ha sabido mantener el espíritu de la novela y ha servido de base para la gran mayoría de adaptaciones posteriores, con la aventura de los diamantes de la Reina y la posterior venganza de Milady como hilos narrativos. Décadas después, Richard Lester adaptaría fielmente las obras de Dumas (primero con un díptico y, casi veinte años después, con la secuela de la novela), pero con un problema para mi gusto, y es que, como era habitual en el director, explotaba demasiado la comedia llegando a lograr unos films que rozaban la parodia. En los 90, los mosqueteros poseerían tanto un cariz juvenil en la (apreciada por mi) versión Disney a la vez que maduro en la adaptación de “El Hombre de la Máscara de Hierro” que protagonizase Leonardo DiCaprio. Ya entrados en el S. XXI encontramos productos que me parecen ridículos, con “El Mosquetero” de Peter Hyams o la locura pirotécnica en 3D de P. W. Anderson como principales adaptaciones, sin contar con la decepcionante serie de la BBC. Lo más llamativo es que, como he empezado, los mosqueteros franceses hablasen casi siempre idioma anglosajón en el sétimo arte. Los franceses han estado muy callados para con su compatriota Dumas, aunque no hay que olvidar que en 1961 se hizo un díptico de manos de Bernard Borderie que hizo honor al escritor y su obra y que ahora, 60 años después, tiene eco en el trabajo de su compatriota Martin Bourboulon.

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La Última Tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ), de Martin Scorsese

El cine de Scorsese está lleno de personajes torturados. Taxistas que recorren las oscuras calles neoyorkinas, boxeadores enjaulados en tormentas de celos, pasando por burgueses con miedo al qué dirán o muchachos que juegan a ser gangsters. La cámara del director italoamericano ha sabido captar a la perfección el tormento personal que viven sus protagonistas, impregnado todo él por la religión católica en la que fue educado y a la que, por poco, se dedica. La sotana o la cámara. Esas parecían ser las dos únicas opciones de vida de un joven Scorsese que acabó sustituyendo la posibilidad de dar sermones en los templos eclesiásticos por hacerlo en los cinematográficos. Como si de una epifanía se tratase, el director eligió el camino para el que había sido llamado, y aunque sus historias pareciesen decantarse por pregonar el camino del mal retratando a seres marginales o al filo de la navaja, existía en ellas un cierto halo de esperanza y belleza.
El Bien y el Mal sobre el que se debaten los personajes ha sido una máxima en casi toda la obra de Scorsese, de hecho sus obras más redondas son aquellas que tienen en una encrucijada a los protagonistas. Y ese camino lo llevó a querer rodar una historia sobre el personaje histórico más celebre de todos, Jesús de Nazaret.

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Babylon, de Damien Chazelle

Toda gran fiesta lleva consigo el conocimiento de que al acabar producirá una resaca capaz de dejar fuera de combate durante un día a quienes la hayan disfrutado. Supongo que todo el mundo ha vivido esa experiencia de llegar a casa con la luz del amanecer, echar las persianas y caer rendido sobre el colchón (o un sofá) sin ganas de escuchar una mosca mientras la cabeza sigue haciendo peligrosas eses que pueden empujar a visitar al váter (si es que se llega). Y es que después de todo subidón llega el bajonazo. Bajo esa máxima parece haber creado el director Damien Chazelle esta carta de amor envenenado hacia la Ciudad de las Estrellas.

No hay cosa que guste más a Hollywood que hablar sobre sí mismo y celebrarse como gran industria de sueños. Los que amamos el cine tenemos ese rincón de Los Ángeles como el Monte del Olimpo del Séptimo Arte, donde viven y se codean las deidades que veneramos. Como llegan a decir en “El Show de Truman”, aceptamos la realidad tal y como se nos presenta. Así, cuando nos acercamos al cine nos dejamos engullir por lo que aparece en la gran sabana blanca y creemos cuanto vemos. Pero todo es una ilusión. El cine nació como una atracción de feria. Una mentira. La mayor y más bella de todas para los espectadores, mientras que para los que las fabrican puede significar un infierno.
Ambientada a finales de los 20 y primeros de los 30, “Babylon” relata la transición que se vivió del cine mudo al sonoro. Corría el año 1927 cuando Hollywood vivió una de sus primera grandes revoluciones que provocaron un cambio de paradigma a la hora de hacer películas. Llegó el sonoro con “El Cantor del Jazz”. Y con ella se implantaron nuevos modelos de trabajo, que incluían a técnicos de sonido, aislamiento de sistemas de grabación y nueva adaptación interpretativa para los actores, que debían vocalizar y no resultar tan exagerados a como estaban acostumbrados a la hora de transmitir sentimientos en el formato mudo. Además de ello, en 1930, se creó la conocida Asociación de Productores Cinematográficos de Estados Unidos que tenía en William H. Hays a uno de sus mayores artífices, creando mediante ella un código moral que debían seguir todas las producciones de Hollywood si querían tener luz verde.

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1492: La Conquista del Paraíso (1492: Conquest of Paradise), de Ridley Scott

En 1992 España se convirtió en el enclave de dos eventos internacionales. La Expo de Sevilla y los Juegos Olímpicos de Barcelona demostrarían que el país podía hacerse cargo de grandes eventos y jugar en la primera división mundial. También se inauguraría la primera línea de alta velocidad que conectaba Madrid con Sevilla. Para coronar dicho año también se celebró el V Centenario del Descubrimiento de América. Y, a parte de las obligadas exposiciones sobre el mismo, se intentó crear una película que lo celebrase. Claro que, en lugar de uno, se realizaron dos proyectos. Por un lado, los Salkind levantaron “Cristobal Colón: El descubrimiento” (la cual no he visto ni tengo pensado), cuya mayor fama se debe a contar en su reparto con Marlon Brando como Torquemada (en la que se dice es la peor interpretación del astro). Por otro, Ridley Scott (quien casi se pone al mando del proyecto de los Salkind) realizó la coproducción Britanico-francesa-española “1492: La Conquista del Paraíso”. Ninguno de los dos proyectos alcanzó la gloria que ansiaban pero si uno de los dos merece algo de recuerdo, es el de Scott.

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Elvis, de Baz Luhrmann

Desde el principio de su carrera a Baz Luhrmann le ha interesado el ritmo, los grandes espectáculos visuales cercanos al musical. Ya sea con un estilo MTV (“Romeo + Julieta”) o de aroma burlesque (“Moulin Rouge!”), el director australiano se ha labrado un estilo propio a base de montajes frenéticos y un sinfín de excesos virtuales (que lo han hecho ganarse tanto admiradores como detractores) para narrar, en la mayoría de los casos, historias de amor universales. Su pasión por la música era patente en toda producción que llevase su nombre, por eso no es de extrañar que pusiese la vista en el mítico Rey del Rock para levantarle un monumento visual y sonoro muy marca de la casa.
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El Patriota (The Patriot), de Roland Emmerich

La carrera de Roland Emmerich vivió un pequeño giro en el 2000. Tras fracasar (o mejor dicho, no rendir tanto en taquilla como se esperaba) con su versión de “Godzilla”, el director alemán decidió virar la vista al pasado, en concreto hacia la Guerra de la Independencia Americana. Abandonaba así su amor por la temática fantástica pero no por enardecer el orgullo yanqui.

Benjamin Martin es un veterano Coronel de la guerra franco-india que vive en paz con sus siete hijos tras fallecer su esposa. Al explotar la Guerra por la Independencia de las Colonias, Martin se mantendrá neutral hasta que la vida de sus seres queridos esté en peligro.

Enmarcada dentro del cine épico que tanto ha contentado al gran público a lo largo de los años (y del que hecho de menos alguna película en condiciones), “El Patriota” ofrece cerca de tres horas de gran espectáculo siguiendo los cánones del género, en especial se la ha llegado a considerar (no sin razones) hermana de otra célebre cinta de los 90 también protagonizada por Mel Gibson, “Braveheart”. Sigue leyendo